martes, 22 de junio de 2010

La casa ciega

Greta, el nombre de mi gata estaba escrito afuera, sobre la calle de balasto, justo en la entrada de casa. Seguramente alguno de los gurises del barrio lo escribió allí para jugarme una broma, no sé, ¿qué raro?

En fin, voy a aprovechar para darle a la gata sus galletas antes de preparar el tupper con la comida para el Piltrafa y llevársela como todos los días. Hoy le van a tocar los restos del guisito de ayer, qué bueno que estaba por Dios, que bien le quedan los guisos a Raquel, los hace bien potentes como a mí me gustan, con panceta, porotos, chorizo colorado, boniato, papas, se me hace agua la boca con sólo mirarlo. Espero que a Piltrafa le guste, porque no es de muy buen comer. Es una cosa rara ese perro, apareció en el barrio hace unos meses, desnutrido, sucio, lleno de pulgas y garrapatas, se instaló enfrente y a pesar de que le llevamos comida todos los días, no entra en confianza, se mantiene así, desconfiado, temeroso, incluso a veces me parece ver como un odio profundo en su mirada, como una expresión de ataque latente y la verdad, que en ese momento mete miedo el infeliz. Raquel ya no quiere ir más a llevarle la comida, dice que le da un mal presentimiento el Piltrafa, que no le gusta su mirada, que le parece que tiene como una energía maligna dentro, pero yo no lo creo, el pobre perro es un sobreviviente vaya uno a saber de qué batallas y me da cosa dejarlo allí muerto de hambre.

Enfrente hay una casa abandonada desde hace muchísimos años, en realidad yo nunca alcancé a verla ocupada, cuando llegué al barrio con mis padres ya nadie vivía en ella. No puedo negar que siempre me intrigó saber cómo era su interior, qué había allí dentro. Pero como estaba tapiada eso era imposible, quedaba todo a merced de mi imaginación, que de niño reconozco, fue bastante prolífica. Aparte de la propia historia de la casa, que con cierta dosis de misterio nos contaba el almacenero cada vez que íbamos a comprarle bolitas con los demás gurises del barrio, yo he ido armando en mi mente mi propia versión, porque nunca me cerró del todo eso de que el dueño desapareció sin dejar rastros y que años después, apareció un hijo que vivía en Brasil, que enterado de la desaparición de su padre y de la imposibilidad de venderla o alquilarla vaya uno a saber por qué, decidió tapiarla para no tener problemas con posibles ocupas. Y así quedó la pobre, muda, triste e indiferente a la realidad del barrio que desfilaba ante sus ojos cerrados a prepo.

Lo increíble del caso es que Piltrafa encontró una manera de meterse dentro de la casa, que a estas alturas viene a ser como su cucha gigante y no puedo negar que en el fondo, me da un poco de envidia, porque después de haber pasado tantos años imaginándome su interior me resulta bastante irónico que el perro pueda conocerlo y yo no, pero no hay nada que hacerle, porque el agujero por el que se mete apenas da para que pase un bicho, no hay forma de que un humano pueda meterse por ahí sin agrandarlo y la verdad, ni se me ocurre andar metiéndome en problemas.

Como todos los días, pasé por la entrada donde alguna vez hubo una portera de madera que el tiempo y la lluvia se encargaron de destruir, caminé unos pasos hasta el porche techado del frente y vacié el contenido del tupper junto a una de las columnas y sobre una tapa de lata que traje la primera vez que vine a dejarle comida al perro. Como todas las veces, cuando me aprestaba a llamarlo para que viniera, se apareció silencioso por uno de los costados de la casa, se frenó a unos cinco metros y me quedó mirando desconfiado, como esperando que yo hiciera el primer movimiento para luego decidir qué hacer él. Ahí estaba de nuevo esa mirada fiera que Raquel tanto temía, era bravo verlo así, pero me daba lástima dejarlo sin comer, así que empecé a recular, sin darle la espalda por las dudas y me dirigí de nuevo hacia la entrada, no dejó de mirarme un instante, ni se movió hasta que yo entré por la puerta de mi casa. Una vez adentro y mirándolo por la ventana del frente, vi como se abalanzaba sobre la comida, nunca le dura más de dos o tres minutos, se devora todo como desesperado. Y después, el ritual diario. Sale por la entrada de la casa y antes de irse calle abajo, se para a mirar desafiante hacia la ventana en la que yo también estoy mirándolo y aunque él no puede verme, gracias al visillo que se interpone entre ambos, parece intuir mi presencia. Luego de unos segundos, que siempre me han parecido minutos, agacha la cabeza, adopta una postura de perro infeliz y se va, nunca he sabido a dónde, para volver siempre, cerca de la noche.

Soy mecánico dental y tengo mi pequeño taller sobre el frente de la casa. La mesa de trabajo está justo debajo de la ventana, me gusta trabajar mirando hacia la calle, me gusta ver movimiento, pero para poder trabajar tranquilo hice colocar una lámina polarizada en el vidrio, así durante el día, desde afuera no pueden verme.

Tres o cuatro días después, cuando cruzaba la calle para llevarle la comida al Piltrafa me topé de nuevo con el nombre de mi gata escrito en el balasto de la calle, justo frente a la entrada de mi casa. Esta vez me llamó la atención un poco más, porque no entendía cuál era el motivo de aquella broma, si bien Greta era conocida por todos en el barrio, nunca salía afuera ni tenía contacto con nadie, tampoco recordaba haber escuchado a los niños por allí, generalmente hacen bastante ruido cuando andan jugando por la cuadra. Lo borré con el pie y crucé a dejarle unos huesos con carne al perro. Apareció como todos los días y me quedó mirando como todas las veces, pero esta vez fui yo el que presintió algo distinto, no supe explicármelo en ese momento, pero había algo en la mirada del Piltrafa que no había visto otras veces, era como una energía distinta, oscura.

Me quedé colgado el resto del día con esa sensación y casi sin darme cuenta, me pasé mirando hacia la casa abandonada toda la tarde. La veía distinta, más lúgubre que nunca, estaba como agazapada, como al acecho. Las ventanas tapiadas del segundo piso eran ojos blancos cegados por la cal, el porche techado del frente, una gran boca dominada por dos columnas blancas como grandes caninos dispuestos a devorarse todo lo que pasara cerca de ellos. Por primera vez, me producía escalofríos ver la casa abandonada de esa manera, pero por algo me estaba pasando aquello, mil veces me había quedado mirándola desde mi taller pero nunca había sentido aquella sensación. No le dije nada a Raquel, me pareció que todo era producto de mi inagotable imaginación, además, a ella nunca le hizo mucha gracia tener que vivir frente a aquella casa muda y ciega que a pesar de no ver, igual nos miraba.

Esa noche soñé con el Piltrafa, lo veía escribiendo con sus patas sobre el balasto de la calle el nombre de Greta y lo hacía mirando fijamente hacia la ventana, como intuyendo que al otro lado del visillo estaba yo observándolo perplejo. Me levanté en medio de la fría madrugada con esa fea sensación pegada en la mente, fui hasta la cocina y me calenté un vaso de leche sola. La tibieza del vaso entre las manos y el dulce sabor de la leche me reconfortaron un poco, pero no pude evitar ir hasta la ventana y mirar hacia la casa. De noche se veía ciertamente tenebrosa, corrí la cortina y me volví a la cama para intentar dormirme de nuevo.

Los días que siguieron se fueron tornando, poco a poco, más extraños. Debo reconocer que me fui obsesionando con la casa abandonada, me pasaba el día entero mirándola desde la ventana del taller. Cada vez que cruzaba a llevarle la comida al Piltrafa, me sentía observado por los ciegos ojos de la casa y a veces, hasta me parecía escuchar que desde el fondo de esas fauces formadas por el porche y las dos columnas, justo desde la tapia de lo que alguna vez fue la puerta de entrada, emergía un gruñido feroz que me hacía salir corriendo hasta mi casa, meterme de golpe con el corazón en la boca y correr a la ventana para asegurarme que ese monstruo con cabeza de casa no venía detrás de mí. Todas las veces que me sucedió esto, al llegar a la ventana y mirar para afuera me encontraba de frente con la mirada inquisitoria del Piltrafa parado justo en el lugar donde a veces aparecía escrito el nombre de la gata.

Unas cuantas veces dudé en contarle todo lo que me estaba pasando a Raquel, pero no me parecía muy verosímil, así que optaba por callar e intentar mantener cierta normalidad. Recuerdo que llegó un momento en que comenzó a resultarme casi imposible llevarle la comida al perro, pero como tampoco podía revelar el motivo de mi miedo, lo seguía haciendo; eso sí, había corrido la lata para la entrada misma del terreno, así podía dejarle la comida desde la vereda y no tenía que acercarme tanto a la boca de la casa.

Es probable que mi comportamiento haya ido cambiando sin que yo me diera cuenta y que Raquel comenzara a notar mi permanente obsesión con la casa, porque muchas veces me la encontré mirándome incrédula, ahí me daba cuenta de que estaba hablándome desde hacía unos minutos sin que yo reaccionara o la escuchara. Esa situación comenzó a repetirse, igual que mis almuerzos en el taller, frente a la ventana.

Los días en los que Raquel tuvo que ir a la casa de sus padres para cuidar de su madre, terminaron resultando terribles, la primera vez que salí a llevarle la comida al Piltrafa me topé con el nombre de Greta escrito en la calle, en el mismo lugar de siempre, pero con una diferencia que me dejó helado y con los pelos de punta, toda la escritura estaba manchada con sangre, como si el dedo escritor se hubiera lastimado al hacerlo. Di media vuelta y entré corriendo a la casa buscando a la gata, no aparecía por ningún lado. Busqué desesperado por todas partes, hasta que recordé que la pobre, cada vez que se asustaba, se metía dentro del mueble que estaba debajo de la pileta de la cocina. Por suerte estaba allí, cuando me vio maulló enseguida, pero no logré sacarla, estaba aterrada, sin dudas alguien había estado en la casa mientras yo había ido a llevar a Raquel a la terminal.

Revisé todas las puertas y ventanas, estaba todo intacto, no lograba entender qué estaba pasando, corrí de nuevo a la ventana, miré hacia enfrente y juro que me pareció ver que la casa ciega esbozaba una sonrisa con esa horrible boca hambrienta. Desesperado empecé a pensar qué hacer, el pánico se estaba apoderando de mí, así que corrí al taller y empecé a sacar todo de los estantes de las paredes, los arranqué de su lugar y los llevé al living. Después corrí al lavadero y de mi caja de herramientas saqué el martillo y un bollón con clavos grandes, volví al living y empecé a clavar los estantes sobre las ventanas y la puerta hasta que quedaron tapiadas por dentro. Después, desarmé la biblioteca y usé las maderas para tapiar las ventanas y la puerta de la cocina y con las puertas de los placares tapié las ventanas de los cuartos. Una hora después me dejé caer en el sillón exhausto. Recién en ese momento me sentí a salvo.

Por suerte, con Raquel siempre teníamos llena la despensa, por lo que los días siguientes no tuve problemas para comer. Hice mi vida normal con excepción de que no podía salir de la casa, algo que no me complicaba demasiado, total sólo salía para llevarle la comida al Piltrafa o para hacer algún trámite con el auto, pero siempre volvía enseguida. Lo único que de verdad extrañaba era poder mirar por la ventana, pero me resignaba, prefería estar así que tener que volver a enfrentar la mirada de esos malditos ojos blancos de la casa ciega. Y aunque ahora no podía verla, sabía que estaba ahí afuera, paciente, acechándome como un lobo a la presa.

martes, 1 de junio de 2010

Guaroj Otoñal

Corre el viento por las calles

llevando hojas en su espalda

parece un niño que vuela

como jugando a la mancha.

Sube y baja, baja y sube

silbándole una oda al alba

se acurruca en los rincones

y se cuela entre las casas.

Corre el viento por las calles

como jugando a la mancha.


Prima el color amarillo

entre tonos escarlatas

formando mil y un collages

en los bosques y las plazas.

El viento blande pinceles

modificando la estampa

juega a cambiar los colores

juega en la calle a sus anchas.

Prima el color amarillo

en los bosques y las plazas.


Los días se hacen más cortos

amanecen las heladas

los árboles se desnudan

mientras el otoño avanza.

Llegan los primeros fríos

y las pieles aun doradas

se refugian en abrigos

y en el calor de sus casas.

Los días se hacen más cortos

mientras el otoño avanza.