miércoles, 22 de abril de 2009

52 metros

Me desperté cuando el sol de la mañana dio de lleno en mi rostro. No había dormido muy bien. En realidad, hacía ya un tiempo que no sabía lo que era dormir bien. Me senté en la cama y mientras me restregaba los ojos con los dedos, comencé a recordar aquella tarde cuando, siendo un niño, mi abuelo me había enseñado a empuñar una Smith & Wesson calibre 38 especial. En aquel momento, me había parecido muy pesada; más adelante, pensaría todo lo contrario.

Recordaba también, los días enteros en la orilla del río, arrojando piedras a enemigos imaginarios, en duras batallas que existían tan solo en mi mente, pero que, aún hoy, cuarenta y tantos años después, veo con total nitidez.

Trato de encontrar alguna imagen de mis padres, pero no lo logro. Tan solo aparece la cara de mi abuela, dormida en su silla mecedora, con su Biblia entre las manos.

Me levanto despacio. Mientras me pongo la camisa, pienso en Luisa. Quien a los trece años me regaló, sin saberlo, mi primer beso. Ahora recuerdo cuánto me había preparado para ese momento, días y días imaginando con quién sería, mas nunca hubiese imaginado que sería ella, no porque no me gustara, sino, porque ella era la hermana de Nelson, mi mejor amigo.

Con Nelson éramos como hermanos. Pasábamos todo el día juntos, no había secretos entre nosotros, tan solo con mirarnos podíamos adivinar que pensaba el otro.

Un día, estando en el dormitorio de Nelson, mientras este se duchaba, entró Luisa. Era un año y medio mayor que nosotros. Caminó hasta mí, sin emitir sonido tomó mi mano, la puso sobre su rostro y guiándola suavemente, describió una caricia. Jamás había imaginado que una piel pudiese ser tan suave. Luego posó sus labios en los míos, en un contacto que me despertó sensaciones nuevas, pero nada comparadas con las que sentí cuando ella, besándome, hizo chocar su lengua con la mía, iniciando un juego que hasta hoy puedo sentir en lo más hondo de mi ser.

La humedad de una lágrima me hizo volver a la realidad, la sequé y terminé de abrocharme la camisa.

Mientras me calzo los zapatos, me acuerdo de la última vez que vi a Nelson. No fue un buen día. Nelson, mi amigo, mi hermano, no lograba entenderme.

Poco a poco habían aparecido algunas diferencias entre nosotros. No lo culpo, más bien lo comprendo. El alcohol y las drogas estaban haciéndome daño, pero no podía verlo. No en ese momento, en el que todo parecía tan normal. Para mí, era él quién estaba equivocado. No me importaba que se fuera. Que me dejara tranquilo y que no se metiera más en mi vida era lo único que me importaba. Bastante tenía yo con mis problemas, como para tener que escuchar todos los días los sermones de quien no tenía la más puta idea de qué me estaba pasando.

Qué estúpido fui. ¿Por qué mierda no pude abrir los ojos a tiempo y evitar una vida de desgracias?

Llorando de rabia, me puse a esperar que Juan viniese a buscarme.

Ayer, Juan también me pasó a buscar para acompañarme al jardín. Hacía mucho tiempo que no salía. Cuando estuve fuera, quise absorber todo cuanto mis ojos veían y cuanto mis oídos escuchaban. Nunca el cielo me había parecido tan hermoso, ni el canto de los pájaros tan melodioso.

Fui a sentarme solo, al pie de un viejo árbol. Mientras tanto, Juan me esperaba en la puerta. Allí, no pude dejar de ver cuan poco había disfrutado mi vida, las drogas y el alcohol habían hecho estragos en mi cuerpo y mente.

Muchas veces, ni siquiera me reconocía a mi mismo. Una ola de odio y desesperación me incitaba a descargarme contra todo ser que tuviera la mala suerte de cruzarse en mi camino. Cuántas veces desperté dentro de una celda, pero el arrepentimiento me duraba solo hasta que la ansiedad me llevaba a consumir de nuevo. Ya no podía ser feliz, no había tiempo. Había tirado mi vida por el inodoro.

Me levanté resignado, para volver con Juan que seguía recostado contra el marco de la puerta.

Es la hora. Juan llegó puntual, como siempre. Con su pelo peinado a la gomina. Se puso a mi lado, en silencio. Mejor así, hoy no tengo ganas de hablar, solo quiero recordar. Estoy melancólico pero tengo mis razones, y vaya si son válidas.

Estamos a unos cincuenta metros de la puerta, camino despacio, muy despacio, casi como queriendo frenarme en el tiempo. Una nueva lágrima corre por mi mejilla, pero no quiero secarla, es de arrepentimiento. La dejaré vivir su existencia, libre, corriendo por mi piel en busca de alguna imperfección que la deje caer al vacío.

Estoy arrepentido de todos mis errores. Pero, ¿de qué sirve el arrepentimiento? Aquí, hay que pagar por ellos. Y vaya si lo he pagado. Con años de sufrimiento, con años de soledad, con años de hacinamiento. Pero eso, a nadie le importa.

Llegamos a la puerta, Juan se adelanta para abrirla, me acompaña y me hace sentar a dos metros de allí. No estamos solos, de todas formas tampoco me importa.

De pronto siento una presión en las muñecas y los tobillos, y un frío húmedo me recorre la cabeza, bajando por la nuca hasta mi espalda. Hago el esfuerzo por recordar a mis padres, pero no lo logro. Tan solo un recuerdo manchado de rojo me llega a la memoria.

Lloro, lloro de arrepentimiento aunque sea tarde... muy tarde.

Un segundo después, las luces bajaron su intensidad debido a la descarga eléctrica. De un lado del vidrio, Juan se tragaba la tristeza de su horrible función. Del otro, Nelson lloraba la rabia de una justicia que nunca podría devolverle a su hermana.

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