domingo, 3 de abril de 2011

Hombre de Maíz

Son tus pies en la tierra un vivo encaje.

Son tus manos de orfebre que moldean

ese oro que nutre a tus hermanos

y que luce al brillar la luna llena.


Ese oro que duerme en tus entrañas

el Ixim que inundó tus formas huecas

fue botín del Itsae forastero

que llegó por el mar a nuestra tierra.


Fue con otras ideas que llegaron,

no entendieron la base de tu esencia,

ni quisieron saber tus argumentos,

fue más fácil quemarlos en la hoguera.


Por tus ojos cruzó ese fuego brujo

derritiendo su fuerza: tus esteras,

tu conciencia, tu voz y tus historias

y dejaron sin alma a nuestra selva.


Kukulcán y Tepeu no fueron fuertes

contra el Dios del Itsae y sus ideas,

pudo más la potencia de su iglesia

de tu nación guerrera que la fuerza.


Con Maíz insufló Huracán tu cuerpo

dando vida al Quiché que en ti se engendra

y que el blanco arrasó con su ignorancia

derramando tu sangre sin reservas.


Ay! Quiché, esta tierra aun te llora,

de aquel indio, tu nombre es lo que queda,

es tu obra mojón en la memoria

de una América, toda, que se apena.


viernes, 25 de marzo de 2011

Oro y Carbón

Clama en el fondo del pecho
la furia de esta pasión,
surge desde lo profundo,
se transforma en emoción.
Tiemblan el alma y las manos
al ritmo de una atracción,
vivo preso de un hechizo
que se conjuró en un gol.
Guardo el Oro de tu estampa
en su cetro de Carbón,
guardo en mis puños la fuerza
que contiene la tensión
que se libera en un grito
que desborda la razón.
No comprende el que no vive
la dicha de esta pasión,
ni la magia de una mística
que no tiene explicación.
Son tus glorias: mi memoria,
mi pasión, mi admiración,
mis lágrimas de alegría,
mi tristeza, mi ilusión.
Llevo en la piel tus colores,
en la sangre Oro y Carbón
y apretado en mi garganta,
vive el grito: Peñarol!!


viernes, 17 de septiembre de 2010

Cartas

Palabras viajeras de incesante lucha

férreas mensajeras de emociones vivas,

llevan en su viaje amor y cariño,

ansiedad, tristeza, dolor y alegría.


Surcan los océanos, trepan montañas,

vuelan por el aire y en su seno anidan

ese sentimiento que en el alma nace

corre por la sangre y se derrama en tinta.


Reflejos del alma, retazos del tiempo

cruzan continentes cuales golondrinas

cuyo alegre vuelo la ansiedad despierta

presa de una espera larga y anodina.


Palabras de un tiempo que ya no es presente

y que en la memoria su caudal estiran,

llevan su mensaje, su letra, su aroma

a un destinatario cuya luz animan.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Sinfonía inconclusa

Las manos me sudaban de emoción, la pierna derecha subía y bajaba rítmicamente al compás de un corazón galopante, que hundido en medio del pecho, pujaba por salírseme a través de la garganta. Nada de lo que veía por la ventanilla del coche me llamaba la atención, mi cabeza giraba de izquierda a derecha mirando hacia afuera, pero viendo hacia dentro. Mi cerebro intentaba dibujar lo que estaba por vivir, pero aquello no era más que un juego de la imaginación, por más que me esforzase por intentar crearlo, no podía, yo nunca había estado allí, aunque ahora iba en camino y eso me generaba una ansiedad difícil de contener.


Nunca había estado en Montevideo, era la primera vez que me traían. Don Carlos y Doña Celia sabiendo de mi pasión por la música, le ofrecieron a mi madre que me dejara ir con ellos al concierto. No puedo explicarles la alegría que inundó mi corazón cuando los escuché escondido detrás de la cortina, ni tampoco lo eterno que resultó esperar que mi madre recitara esas mágicas palabras de aprobación. Desde esa tarde, casi no pude dormir por las noches, la música inundaba mi mente como nunca antes, estaba pleno, feliz.


Ya hacía cuatro años que mi padre había fallecido y aunque, para mi gusto estuvimos pocos años juntos, a él le bastaron para sembrar en mi interior ese amor por la música clásica que siempre profesó. Pasábamos horas y horas escuchando a los grandes compositores, con delicada paciencia me explicaba las diferencias entre unos y otros, al tiempo que desafiaba a mi oído de niño, para ver si era capaz de reconocer los distintos instrumentos, que uno tras otro y a veces en grupo, entraban sin pedir permiso inundando la habitación de coloridos sonidos. Siempre tuve muy buen oído y siempre supe que él estaba orgulloso de que yo compartiera aquella pasión arraigada en la familia a través de las generaciones. Cuando se fue, aquella enorme colección se transformó en mi más preciada herencia, seguí escuchando los discos con la misma pasión con que lo hacíamos juntos, era mi homenaje secreto, era mi forma de decirle cuanto lo extrañaba.


- Mirá Pedrito, ésta es la rambla de Montevideo. ¿Te gusta?


La voz de Doña Celia me sacó de cuajo del estado de ensoñación en el que venía desde hacía rato, miré hacia afuera y quedé maravillado con aquella postal que se ofrecía ante mis ojos, el naranja del atardecer se mezclaba con la silueta de los edificios y el azul profundo de un cielo sin manchas, en la vereda, un enjambre de gente caminaba, corría, paseaba sus perros, tomaba mate, se sentaba a mirar el río o pescaba, en la calle, una tropilla de coches parecía competir por un mejor lugar para llegar primero a ningún lado. Todo aquello se me antojó increíble, era el preámbulo perfecto para lo que estaba por vivir y casi sin darme cuenta, la imagen de un padre caminando por la rambla con su hijo sobre los hombros, volvió a sumergirme en mis pensamientos.


Nunca habíamos visto una sinfónica en vivo, ni mi padre ni yo. Aun así, recuerdo la pasión con la que intentaba explicarme los lugares que ocupaban los distintos instrumentos en la orquesta, recuerdo como me hacían gracia sus gestos, señalaba con el dedo los lugares imaginarios donde estarían ubicados los violines cuando irrumpían en la escena a toda velocidad, o alzaba las manos al techo cuando las trompetas atacaban con todo su poder de viento. De pronto, yo estaba en un auto camino al Solís, a punto de ver por primera vez y en nombre de ambos, a la sinfónica de Montevideo, en una gala de homenaje a Mozart. Esa tarde Papá no estaba conmigo, pero lo sentía junto a mí, igual de emocionado, igual de nervioso.


La rambla de Montevideo, esa serpiente de lomo brillante reptando entre el cemento y el río se me hacía eterna, interminable. ¿Falta mucho para llegar Don Carlos?, pregunté ansioso.


- Ya estamo’ ahí m’hijo, no se preocupe que nos sobra tiempo. Disfrute la vista.


Don Carlos es como un segundo padre para mí, desde que Papá se fue, estuvo a mi lado ayudándome en todo lo que podía. Era su mejor amigo, además de ser nuestro vecino de al lado. Como era el único del barrio que tenía auto, estaba acostumbrado a tener que ayudar a los vecinos cuando lo necesitaban, mil veces su viejo Opel Record fue ambulancia, taxi, fletero y en una oportunidad, hasta carro fúnebre fue, pero de esa ocasión mejor ni hablar. Don Carlos también aprecia la música clásica, muchas veces venía con nosotros a escucharla, pero él nunca tuvo el brillo en los ojos que tenía papá, ni tampoco saltaba de la silla revoleando las manos al cielo cuando la orquesta irrumpía en un maremoto imparable de sonidos. En esos momentos simplemente intercambiaba conmigo una sonrisa cómplice y divertida. Papá era todo un espectáculo y quien lo viera sin conocerlo, perfectamente podía pensar que estaba loco de remate. Pero toda aquella parafernalia de movimientos rítmicos, no era más que la exteriorización de un profundo amor por la música, correspondido únicamente por la gran colección de vinilos que su padre le dejó como única herencia. Éramos muy pobres en dinero, pero millonarios en notas musicales.


- ¿Qué es ese ruido m’ hijo?, preguntó extrañada Doña Celia mientras señalaba el bolsillo de mi pantalón.


- Eh… ah… sí, es mi celular Doña Celia, me llegó un mensaje de texto. Le contesté al tiempo que sacaba el celular del bolsillo para comprobar que era un mensaje de mi madre, queriendo saber si todo iba bien y si ya habíamos llegado.


Luego de contestarle a Mamá me quedé mirando a Doña Celia que conversaba muy animada con Don Carlos. A ella la música clásica no le gusta tanto, pero tampoco le disgusta. Venía con nosotros al Solís porque ambos comparten todo, es muy lindo verlos juntos, llevan más de cuarenta años de matrimonio y parece que aun son novios, están hechos el uno para el otro.


- Mirá Pedrito, allí a la derecha, aquel edificio grande y amarillo, ese es el Solís. Ya llegamos m´hijo, vaya preparándose nomás.


Cómo hacía para decirle que me había estado preparando toda la vida para este momento, cómo hacía para que no se notara, que estaba tan emocionado, que no podía quedarme quieto dentro del auto.


Don Carlos encontró un estacionamiento cerca y allí dejamos el Opel bien guardado y a la espera de nuestro regreso. Desde el estacionamiento, conté tres cuadras hasta el Solís. La noche había extendido su manto estrellado sobre la ciudad completamente iluminada, Montevideo me impresionaba a cada paso, todo me resultaba majestuoso, nunca había visto algo así, pero cuando llegué frente al teatro quedé parado, tieso, sin poder articular palabra, el edificio era imponente, la iluminación lo hacía emerger desde la oscuridad como un gran buque que arriba a puerto en medio de la noche, sus nueve columnas centrales portaban unos carteles como banderas de colores que anunciaban la presencia de la sinfónica esa noche y sobre la derecha, la cola de gente que esperaba para ingresar debía de tener media cuadra. Hacia allí fuimos y nos colocamos al final, por suerte Don Carlos ya tenía nuestras entradas.


Después de unos cuarenta minutos de espera en la que los celulares de quienes esperábamos se transformaron en los juguetes del momento, ingresamos al vestíbulo por la puerta central, ocho imponentes columnas de mármol nos brindaron una bienvenida grandiosa y desde allí accedimos a la sala por la puerta que correspondía a nuestras entradas.


Si hasta ese momento todo lo visto de Montevideo me había maravillado, no sé con qué palabras expresar lo que fue para mí ver la sala del Solís por primera vez. Los ojos se me llenaron de rojo y dorado, la nariz de olor a fino, mientras los oídos entraban en calor con el ruido mudo de la gente ingresando a la sala y los sonidos de los celulares que se iban apagando y generando una atmósfera muy especial, preámbulo de una velada verdaderamente fantástica y no precisamente por lo que se suponía que lo sería.


Llegamos a nuestros asientos guiados por una rubia alta y muy correcta, que luego de pedirnos amablemente que nos aseguráramos de apagar los celulares, se dirigió a buscar a otros que como nosotros aguardaban por llegar a sus lugares. Una vez sentados en nuestros asientos, lo primero que hice fue justamente apagar el celular y después, dedicarme a recorrer los mil y un detalles que me ofrecía la arquitectura de la sala, aquello era verdaderamente exquisito, el marco ideal para albergar las máximas expresiones del arte, nada parecía estar librado al azar, cada detalle había sido cuidado, todo parecía estar concebido para el deleite y allí estábamos nosotros, con los sentidos alertas y la ansiedad a tope.


Luego de unos veinte minutos de espera, no más, se abrió el telón del escenario y apareció la orquesta en toda su magnificencia, aun no tocaban, pero a mí ya me daba la impresión de que aquel brillo que manaba de los instrumentos viajaba hasta mis ojos posado sobre ondas musicales, todos se pusieron de pie y por el costado hizo su ingreso el director, un hombre entrado en años, flaco, con una prolija y cuidada melena blanca, muy elegante y con una presencia que irradiaba poder. Nos dedicó un saludo breve, se dio vuelta, levantó su batuta blanca y en el preciso momento en que esta descendió hasta su cintura, estallaron al unísono las cuerdas, los vientos y las lágrimas en mis ojos.


Tanta música no cabía en mis oídos ni en mi alma, quería abarcarlo todo, no quería que nada se me escapara, la felicidad que sentía en ese momento era plena. Papá no había exagerado nada en cuanto a la grandiosidad de la orquesta, a pesar de nunca haber estado frente a una personalmente, igual que a mí, su padre le transmitió todo cuanto sabía.


Llevaríamos cuarenta minutos de concierto cuando me pareció escuchar un ruido extraño desde otro sector de la platea, pero no le di importancia y seguí atento al trabajo de los músicos. Pocos minutos después, no me quedaron dudas, un celular, tres filas más atrás se empeñaba por hacer sentir su presencia. Cuando me di vuelta molesto, comprobé que no era el único que lo había escuchado, varias personas más dirigían miradas de reprobación a la pobre mujer que no sabía cómo disimular su indiscreción. Sin que alcanzara a volverme, otro celular se activó unas filas más abajo, y tras éste, lo hicieron dos más, aquello era bochornoso, ya empezaba a sentir vergüenza ajena, no podía creer la mala educación de quienes no tenían la delicadeza de apagar sus celulares antes de empezar el concierto. Por suerte, ni los músicos ni el director se habían percatado de la falta de respeto y todo continuaba normalmente, hasta que una pequeña vibración, acompañada de un sonido conocido, emergió desde el bolsillo de mi pantalón. Al principio no entendí nada, era mi celular el que estaba sonando a pesar de haberlo apagado al llegar. ¿Cómo era posible?


El codo de Doña Celia me aguijoneaba el brazo pidiendo explicaciones, mientras yo, sumergido en la vergüenza, apenas atiné a devolverle una mueca de incredulidad. Al instante, cuatro celulares más, en mi fila y la anterior, dieron rienda suelta a su jolgorio, a estos los siguieron unos cuantos más y así sucesivamente, hasta que la situación se tornó decididamente incontrolable. Los celulares sonaban estando apagados, nos mirábamos atónitos sin saber qué hacer, la sala oscura se iluminaba con destellos de luz al ritmo en que nuevos aparatos emergían desde el silencio para decir presente.


Si aquello a esa altura ya resultaba increíble y fantástico, que decir de lo que sucedió a continuación. Percatado ya de los molestos sonidos provenientes de la sala, el director giró sobre sí mismo enfurecido, dirigiendo al público una mirada inquisitoria. Los músicos se detuvieron en seco, aquello era un verdadero caos, nos mirábamos incrédulos con Don Carlos y Doña Celia y no atinábamos a encontrar una explicación coherente. Y fue en el preciso momento en que se acallaron los instrumentos de la orquesta, cuando los celulares de toda la sala comenzaron a sonar coordinadamente, produciendo algo que al irse completando nos fuimos dando cuenta que era música. Se coordinaban, se alternaban, producían una melodía desconocida pero ciertamente hermosa, empezamos a ponernos de pie, al tiempo que alzábamos nuestros celulares al cielo. La sala empezó a llenarse de estrellas luminiscentes que brindaban un marco mágico al extraño acontecimiento. Nadie entendía nada, pero todos estábamos fascinados por lo que estaba sucediendo. Todo el teatro, abarrotado de gente estaba de pie, menos los músicos que miraban atónitos sin poder explicarse lo que allí acontecía. La melodía iba y venía, subía y bajaba llenando todos los espacios.


El extraño suceso duró unos memorables cuatro o cinco minutos, entró en un increscendo y empezó a perfilarse para un gran final, que llegó al unísono, todos los celulares que antes sonaban, callaron en el mismo instante.


Un silencio atronador cubrió la sala por completo y éste, fue el preámbulo perfecto para el encendido y espontáneo aplauso que los músicos de la orquesta, de pie, dedicaron a su incrédulo público.

viernes, 23 de julio de 2010

Guaroj de Lunes a las 7

Está frío el salón de los talleres

aunque no es siempre así durante el año

llueven versos y rimas por las noches

y el profe siempre tiene su cigarro.

La rima que nos juega a la escondida

se disfraza y se muestra en el engaño

pero el viento la descubre divertida

y ella asiente, porque sólo está jugando.

Está frío el salón de los talleres

y el profe siempre tiene su cigarro.


El germen de una historia va surgiendo

la anécdota de a poco decantando

de a uno van llegando personajes

ya es tiempo de encender otro cigarro.

De tropos y figuras literarias

el aire del taller se va llenando,

las vanguardias desfilan una a una

colmando así el profuso itinerario.

El germen de una historia va surgiendo

ya es tiempo de encender otro cigarro.


La hipérbole le agrega el condimento

la lítote le niega lo contrario

la anáfora repite con ahínco

la sinestesia une dos extraños.

La antítesis se opone al argumento

el hipérbaton va orden cambiando

la metonimia todo por la parte

la paradoja vive combinando.

La hipérbole le agrega el condimento

La sinestesia une dos extraños.


De todos la metáfora es la reina

su magia otros mundos va creando

y que al crear su magia no te falte

pues sin ella, no hay arte en el trabajo.

Observando el entorno nos regala

imágenes y formas a destajo

personas que entretejen argumentos

ideas que se va entrelazando.

De todos la metáfora es la reina

pues sin ella, no hay arte en el trabajo.


lunes, 19 de julio de 2010

Una sopa estridentemente dadaísta

Esa noche estaba con las glándulas procreadoras henchidas de impotente escucha, la vejerreta refúndula de mi suegra llevaba dos semanas quedándose en casa, no daba más, así que agarré la olla más rejundiosa que tenía y la llené hasta la mitad de agua. Junté dos carpéndolas que estaban sobre la mesa y con la cuchilla les corté la cabeza de un saque, me chupé todo el jugo verdoso que les salía por la cavidad expuesta tras el corte, tenía un gusto deliciosamente repergente. Con el mango de la cuchilla reventé las cabezas contra la mesada y así, chorreantes, las zampé de una en el agua que empezaba a calentarse. De la heladera saqué tres cotorjas y una merlupa, piqué las cotorjas con rabia mechumbrosa visualizando la petreña caripela de la vejerreta y luego de hundirlas en el amarillento líquido de la olla, rebané hasta la cortija a la pobre merlupa, que parecía mirarme con ese único ojito lagañoso que le sobresalía en la punta. En otro momento me hubiese dado lástima la pobre, pero esa noche juro que la trocé con placer.


De la olla emanaba ya un fuerte olor carrajoso, una buena señal, aquella sopa mataría de un plumazo la irritación visual y auditiva que llevaba incrustada en el cráneo.


¡Pérjolas dirifundas! A la sopa le faltaban fideos y no tenía, así que manoteé unos piterjos peludos que tenía en una bolsa adentro de un cajón, estaban medio babosos pero les pegué una buena enjuagada y con los dientes les arranqué la mayor cantidad de pelos que pude, era medio jodido porque tenía que escupir cada tanto para no tragármelos, los metí en la sopa y revolví un poco para que se mezclaran bien con el viscoso brebaje.


Me la serví en un plato hondo con una copa de tinto peterche cosecha tardía, me senté sólo en la mesa de la cocina y disfruté de un momento de paz alejado de la pernuta madre de mi consorte. La sopa estaba potable, lástima que cada tanto algún pelo de piterjo me arrancaba una arcada, pero nada comparable con la cara sonriente de la vejerreta.