lunes, 24 de mayo de 2010

Drácula

La luna llena brillaba esa noche

al tiempo que ella adornaba su escote,

por la ventana la brisa del bosque

llegaba fresca a llenar sus pulmones.


De pronto, un hálito negro tornóse

en cruel presagio de mil maldiciones,

sintió en el cuerpo y el pecho ese goce

inexplicable, sutil, monocorde.


El cuerpo vírgen vibrando volvióse

para entregarse a los brazos del Conde

quien aferró su cintura de bronce

sintiendo así sus sutiles temblores.


Se acrecentó la figura del hombre,

como una sombra alargada en la noche.

Paseó la mano a través de su escote,

palpó su cuello lleno de emociones.


Vibraba allí la sangre a borbotones,

dobló su cuerpo sediento de goce

hacia la joven brindada a sus dones,

para entregarse a un beber uniforme.


Sus dos caninos inician el corte

la sed se calma en el pecho del Conde

sus ojos brillan mirando a la pobre

que se debate entre mil estertores.


Un haz de luna penetra por sobre

la bella joven que mirando al hombre

lo ve partir en medio de la noche,

envuelto en alas, sin saber adónde.

jueves, 20 de mayo de 2010

Dilema

Allí estaba otra vez Refulgencio, parado en el borde de la calle, justo enfrente del lugar que tantas veces le había traído tantos problemas. Ya era de tarde, como las 5 y pico, esa hora del otoño en la que empieza a ponerse bien fresco y Refulgencio andaba medio desabrigado. Tenía un poco de frío, pero le sobraba calor por dentro. Sus ojos celestes, chiquitos, brillaban especialmente. Era cómico verlos, perdidos en esa cara redonda, rosada, envuelta en largos pelos rubios, lacios, desordenados; esa cara que había cambiado la boca por un frondoso, grueso y largo bigote amarillo. Refulgencio era hombre de pocas palabras, tan pocas, que muchos niños del pueblo lo llamaban a sus espaldas “el sin boca”. No era alto ni bajo, era flaco, muy flaco. Acostumbraba usar sólo dos mudas de ropa, una para todos los días, la otra, sólo para cuando lo ameritaba la ocasión, o para cuando la Olga se lo ordenaba, porque era así, bastante sumiso con su mujer en esas cuestiones menores, no fuera cosa de andar gastando las pocas palabras que pronunciaba en discusiones sin sentido. Si en definitiva, se trataba simple y únicamente de no andar desnudo por ahí.

Hacía rato que Refulgencio estaba quieto, mirando pa’ enfrente. Quería dar el primer paso pero no podía, no con esa duda que lo carcomía por dentro desde la mañana, no, de ninguna manera. Él hablaba poco sí, pero decía lo justo y no se iba a permitir la duda, sino, qué iban a pensar sus amigos de él. ¿Cómo un hombre hecho y derecho no iba a poder definirse por una cuestión tan elemental? Pero justo ese día, Refulgencio no podía y la duda se lo estaba tragando.

Entre las gentes del pueblo que caminaban a lo largo de la cuadra, vio venir al hormiga Santos y al laucha Benítez, iban pa’ enfrente ellos también. Con vergüenza, agachó la cabeza y se hizo el distraído para que no lo saludaran, ni le pidieran que hiciera algo que no podía, no todavía, así como estaba, con esa duda que lo carcomía, no podía cruzar. Pucha carajo, daba pena ver a un hombre grande como Refulgencio debatirse sin tregua contra la duda. Daba pena verlo ahí, durito, con los pelos rubios al viento que ya empezaba a soplar y a helar.

Encima de la duda, Refulgencio sabía que estaba por hacer algo que la Olga le tenía prohibido, pero no lo podía evitar. Prefería enfrentar las consecuencias como tantas otras veces, pero no resistirse a aquello que le nacía desde lo más profundo de su ser, aquello contra lo que ya no podía luchar. Hacía buen rato que el pobre se había dado por vencido.

Junto coraje, movió un pie y bajó el cordón, al mismo tiempo que sentía cómo sus mejillas se llenaban con sangre de vergüenza y un calor insoportable le quemaba la cara. Pero enseguida hechó pa’ trás. Subió el pie, agachó la cabeza rendido y se dio vuelta masticando rabia. -La pucha carajo, no puede ser que no me pueda decidir- se lamentaba, al mismo tiempo que volvía a girar para quedar exactamente igual que antes, mirando pa’ enfrente con los ojos azules, chiquitos, cada vez más brillantes.

Habrá pasado, ¿qué se yo?, una hora más o menos. Ya no quedaba casi nadie en la calle, la tarde salió al galope montada en el viento sur que corría desbocado, como queriendo escaparle a la fría noche que se les venía encima, mientras tanto, Refulgencio, desabrigado y con los cachetes todavía rojos, seguía parado ahí, inmóvil en el borde de la vereda.

¿Y si tirara una moneda al aire para terminar con esta maldita duda que no me deja avanzar?, se preguntaba tenso en el mismo momento, en que un fuerte tirón en el brazo lo hizo trastabillar para atrás. Giró la cabeza espantado por los gritos y el sorpresivo ataque, para ver cómo la Olga, una gorda treinta centímetros más alta y ancha que él, lo arrastraba sacudiéndole el brazo.

¡Ya sabía yo que te iba a encontrar frente al bar hijo de puta!, le gritaba la Olga al tiempo que los chiquitos ojos azules de Refulgencio parecían enterrársele en el rostro y desaparecer. No los cerraba por los gritos y las agresiones físicas de la gorda, los cerraba de rabia. Una rabia venenosa que corría por su sangre hasta explotarle en la cabeza, repitiéndole mil veces: ¿por qué no te decidiste y te metiste en el bar vejiga?, si total la tunda de la Olga te hubiese tocado igual, pero al menos te hubieses tomado algunas, y con ellas, los golpes y los insultos no se sentirían tanto.

Pucha carajo, daba pena ver a Refulgencio arrastrado por una mujer rumbo a su casa, y todo, por no haber podido elegir entre una caña o una grapa. Qué lo tiró.

lunes, 3 de mayo de 2010

Pobre Carmela

Devolverle a la Carmela
Lo que perdió en el camino
Pobrecita no lo encuentra
Le duele haberlo perdido.

No sean tan duros con ella
Ni tampoco tan mezquinos
Busquen que quizás lo tengan
Pobrecita ni ha dormido.

Tampoco se hagan los sotas
Señores y señoritos
Todos saben de quien hablo
Si Carmela es lo que digo

No es de una monja por cierto
Es de alguien con recorrido
O acaso alguno no anduvo
Alguna noche en el río.

Ahora sí, si me disculpan
Caballeros yo les pido
No den la espalda a Carmela
No sean desagradecidos

Devuélvanle a la Carmela
Lo que sea que ha perdido
Y déjenla pobrecita
Que siga hacia su destino