jueves, 20 de mayo de 2010

Dilema

Allí estaba otra vez Refulgencio, parado en el borde de la calle, justo enfrente del lugar que tantas veces le había traído tantos problemas. Ya era de tarde, como las 5 y pico, esa hora del otoño en la que empieza a ponerse bien fresco y Refulgencio andaba medio desabrigado. Tenía un poco de frío, pero le sobraba calor por dentro. Sus ojos celestes, chiquitos, brillaban especialmente. Era cómico verlos, perdidos en esa cara redonda, rosada, envuelta en largos pelos rubios, lacios, desordenados; esa cara que había cambiado la boca por un frondoso, grueso y largo bigote amarillo. Refulgencio era hombre de pocas palabras, tan pocas, que muchos niños del pueblo lo llamaban a sus espaldas “el sin boca”. No era alto ni bajo, era flaco, muy flaco. Acostumbraba usar sólo dos mudas de ropa, una para todos los días, la otra, sólo para cuando lo ameritaba la ocasión, o para cuando la Olga se lo ordenaba, porque era así, bastante sumiso con su mujer en esas cuestiones menores, no fuera cosa de andar gastando las pocas palabras que pronunciaba en discusiones sin sentido. Si en definitiva, se trataba simple y únicamente de no andar desnudo por ahí.

Hacía rato que Refulgencio estaba quieto, mirando pa’ enfrente. Quería dar el primer paso pero no podía, no con esa duda que lo carcomía por dentro desde la mañana, no, de ninguna manera. Él hablaba poco sí, pero decía lo justo y no se iba a permitir la duda, sino, qué iban a pensar sus amigos de él. ¿Cómo un hombre hecho y derecho no iba a poder definirse por una cuestión tan elemental? Pero justo ese día, Refulgencio no podía y la duda se lo estaba tragando.

Entre las gentes del pueblo que caminaban a lo largo de la cuadra, vio venir al hormiga Santos y al laucha Benítez, iban pa’ enfrente ellos también. Con vergüenza, agachó la cabeza y se hizo el distraído para que no lo saludaran, ni le pidieran que hiciera algo que no podía, no todavía, así como estaba, con esa duda que lo carcomía, no podía cruzar. Pucha carajo, daba pena ver a un hombre grande como Refulgencio debatirse sin tregua contra la duda. Daba pena verlo ahí, durito, con los pelos rubios al viento que ya empezaba a soplar y a helar.

Encima de la duda, Refulgencio sabía que estaba por hacer algo que la Olga le tenía prohibido, pero no lo podía evitar. Prefería enfrentar las consecuencias como tantas otras veces, pero no resistirse a aquello que le nacía desde lo más profundo de su ser, aquello contra lo que ya no podía luchar. Hacía buen rato que el pobre se había dado por vencido.

Junto coraje, movió un pie y bajó el cordón, al mismo tiempo que sentía cómo sus mejillas se llenaban con sangre de vergüenza y un calor insoportable le quemaba la cara. Pero enseguida hechó pa’ trás. Subió el pie, agachó la cabeza rendido y se dio vuelta masticando rabia. -La pucha carajo, no puede ser que no me pueda decidir- se lamentaba, al mismo tiempo que volvía a girar para quedar exactamente igual que antes, mirando pa’ enfrente con los ojos azules, chiquitos, cada vez más brillantes.

Habrá pasado, ¿qué se yo?, una hora más o menos. Ya no quedaba casi nadie en la calle, la tarde salió al galope montada en el viento sur que corría desbocado, como queriendo escaparle a la fría noche que se les venía encima, mientras tanto, Refulgencio, desabrigado y con los cachetes todavía rojos, seguía parado ahí, inmóvil en el borde de la vereda.

¿Y si tirara una moneda al aire para terminar con esta maldita duda que no me deja avanzar?, se preguntaba tenso en el mismo momento, en que un fuerte tirón en el brazo lo hizo trastabillar para atrás. Giró la cabeza espantado por los gritos y el sorpresivo ataque, para ver cómo la Olga, una gorda treinta centímetros más alta y ancha que él, lo arrastraba sacudiéndole el brazo.

¡Ya sabía yo que te iba a encontrar frente al bar hijo de puta!, le gritaba la Olga al tiempo que los chiquitos ojos azules de Refulgencio parecían enterrársele en el rostro y desaparecer. No los cerraba por los gritos y las agresiones físicas de la gorda, los cerraba de rabia. Una rabia venenosa que corría por su sangre hasta explotarle en la cabeza, repitiéndole mil veces: ¿por qué no te decidiste y te metiste en el bar vejiga?, si total la tunda de la Olga te hubiese tocado igual, pero al menos te hubieses tomado algunas, y con ellas, los golpes y los insultos no se sentirían tanto.

Pucha carajo, daba pena ver a Refulgencio arrastrado por una mujer rumbo a su casa, y todo, por no haber podido elegir entre una caña o una grapa. Qué lo tiró.

No hay comentarios:

Publicar un comentario